7
Nuestros príncipes antes rebosaban de salud,
más brillantes que la nieve, más blancos que la leche.
Sus rostros eran tan rosados como rubíes,
su aspecto como joyas preciosas.
8
Pero ahora sus caras son más negras que el carbón;
nadie los reconoce en las calles.
La piel se les pega a los huesos;
está tan seca y dura como la madera.
9
Los que murieron a espada terminaron mejor
que los que mueren de hambre.
Hambrientos, se consumen
por la falta de comida de los campos.
10
Mujeres de buen corazón
han cocinado a sus propios hijos;
los comieron
para sobrevivir el sitio.
11
Pero ahora, quedó satisfecho el enojo del Señor
;
su ira feroz ha sido derramada.
Prendió un fuego en Jerusalén
que quemó la ciudad hasta sus cimientos.
12
Ningún rey sobre toda la tierra,
nadie en todo el mundo,
hubiera podido creer que un enemigo
lograra entrar por las puertas de Jerusalén.
13
No obstante, ocurrió a causa de los pecados de sus profetas
y de los pecados de sus sacerdotes,
que profanaron la ciudad
al derramar sangre inocente.
14
Vagaban a ciegas
por las calles,
tan contaminados por la sangre
que nadie se atrevía a tocarlos.
15
«¡Apártense! —les gritaba la gente—,
¡ustedes están contaminados! ¡No nos toquen!».
Así que huyeron a tierras distantes
y deambularon entre naciones extranjeras,
pero nadie les permitió quedarse.
16
El Señor
mismo los dispersó,
y ya no los ayuda.
La gente no tiene respeto por los sacerdotes
y ya no honra a los líderes.
17
En vano esperamos que nuestros aliados
vinieran a salvarnos,
pero buscábamos socorro en naciones
que no podían ayudarnos.