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Los marineros no pudieron girar el barco para hacerle frente al viento, así que se dieron por vencidos y se dejaron llevar por la tormenta.
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Navegamos al resguardo del lado con menos viento de una pequeña isla llamada Cauda,
donde con gran dificultad subimos a bordo el bote salvavidas que era remolcado por el barco.
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Después los marineros ataron cuerdas alrededor del casco del barco para reforzarlo. Tenían miedo de que el barco fuera llevado a los bancos de arena de Sirte, frente a la costa africana, así que bajaron el ancla flotante para disminuir la velocidad del barco y se dejaron llevar por el viento.
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El próximo día, como la fuerza del vendaval seguía azotando el barco, la tripulación comenzó a echar la carga por la borda.
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Luego, al día siguiente, hasta arrojaron al agua parte del equipo del barco.
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La gran tempestad rugió durante muchos días, ocultó el sol y las estrellas, hasta que al final se perdió toda esperanza.
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Nadie había comido en mucho tiempo. Finalmente, Pablo reunió a la tripulación y le dijo: «Señores, ustedes debieran haberme escuchado al principio y no haber salido de Creta. Así se hubieran evitado todos estos daños y pérdidas.
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¡Pero anímense! Ninguno de ustedes perderá la vida, aunque el barco se hundirá.
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Pues anoche un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien sirvo estuvo a mi lado
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y dijo: “¡Pablo, no temas, porque ciertamente serás juzgado ante el César! Además, Dios, en su bondad, ha concedido protección a todos los que navegan contigo”.
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Así que, ¡anímense! Pues yo le creo a Dios. Sucederá tal como él lo dijo,
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pero seremos náufragos en una isla».
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El naufragio
Como a la medianoche de la decimocuarta noche de la tormenta, mientras los vientos nos empujaban por el mar Adriático,
los marineros presintieron que había tierra cerca.
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Arrojaron una cuerda con una pesa y descubrieron que el agua tenía treinta y siete metros de profundidad. Un poco después, volvieron a medir y vieron que solo había veintisiete metros de profundidad.
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A la velocidad que íbamos, ellos tenían miedo de que pronto fuéramos arrojados contra las rocas que estaban a lo largo de la costa; así que echaron cuatro anclas desde la parte trasera del barco y rezaron que amaneciera.
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Luego los marineros trataron de abandonar el barco; bajaron el bote salvavidas como si estuvieran echando anclas desde la parte delantera del barco.
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Así que Pablo les dijo al oficial al mando y a los soldados: «Todos ustedes morirán a menos que los marineros se queden a bordo».
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Entonces los soldados cortaron las cuerdas del bote salvavidas y lo dejaron a la deriva.
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Cuando empezó a amanecer, Pablo animó a todos a que comieran. «Ustedes han estado tan preocupados que no han comido nada en dos semanas —les dijo—.
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Por favor, por su propio bien, coman algo ahora. Pues no perderán ni un solo cabello de la cabeza».
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Así que tomó un poco de pan, dio gracias a Dios delante de todos, partió un pedazo y se lo comió.
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Entonces todos se animaron y empezaron a comer,
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los doscientos setenta y seis que estábamos a bordo.
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Después de comer, la tripulación redujo aún más el peso del barco echando al mar la carga de trigo.
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Cuando amaneció, no reconocieron la costa, pero vieron una bahía con una playa y se preguntaban si podrían llegar a la costa haciendo encallar el barco.
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Entonces cortaron las anclas y las dejaron en el mar. Luego soltaron los timones, izaron las velas de proa y se dirigieron a la costa;
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pero chocaron contra un banco de arena y el barco encalló demasiado rápido. La proa del barco se clavó en la arena, mientras que la popa fue golpeada repetidas veces por la fuerza de las olas y comenzó a hacerse pedazos.
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Los soldados querían matar a los prisioneros para asegurarse de que no nadaran hasta la costa y escaparan;
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pero el oficial al mando quería salvar a Pablo, así que no los dejó llevar a cabo su plan. Luego les ordenó a todos los que sabían nadar que saltaran por la borda primero y se dirigieran a tierra firme.
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Los demás se sujetaron a tablas o a restos del barco destruido.
Así que todos escaparon a salvo hasta la costa.