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Los marineros no pudieron girar el barco para hacerle frente al viento, así que se dieron por vencidos y se dejaron llevar por la tormenta.
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Navegamos al resguardo del lado con menos viento de una pequeña isla llamada Cauda,
donde con gran dificultad subimos a bordo el bote salvavidas que era remolcado por el barco.
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Después los marineros ataron cuerdas alrededor del casco del barco para reforzarlo. Tenían miedo de que el barco fuera llevado a los bancos de arena de Sirte, frente a la costa africana, así que bajaron el ancla flotante para disminuir la velocidad del barco y se dejaron llevar por el viento.
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El próximo día, como la fuerza del vendaval seguía azotando el barco, la tripulación comenzó a echar la carga por la borda.
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Luego, al día siguiente, hasta arrojaron al agua parte del equipo del barco.
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La gran tempestad rugió durante muchos días, ocultó el sol y las estrellas, hasta que al final se perdió toda esperanza.
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Nadie había comido en mucho tiempo. Finalmente, Pablo reunió a la tripulación y le dijo: «Señores, ustedes debieran haberme escuchado al principio y no haber salido de Creta. Así se hubieran evitado todos estos daños y pérdidas.
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¡Pero anímense! Ninguno de ustedes perderá la vida, aunque el barco se hundirá.
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Pues anoche un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien sirvo estuvo a mi lado
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y dijo: “¡Pablo, no temas, porque ciertamente serás juzgado ante el César! Además, Dios, en su bondad, ha concedido protección a todos los que navegan contigo”.
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Así que, ¡anímense! Pues yo le creo a Dios. Sucederá tal como él lo dijo,