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Cuando los hermanos llegaron a donde estaba su padre Jacob, en la tierra de Canaán, le contaron todo lo que les había sucedido.
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«El hombre que gobierna la nación nos habló con mucha dureza —le dijeron—. Nos acusó de ser espías en su tierra,
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pero nosotros le dijimos: “Somos hombres honrados, no espías.
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Somos doce hermanos, hijos del mismo padre. Uno de nuestros hermanos ya no está con nosotros, y el menor está en casa con nuestro padre, en la tierra de Canaán”.
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»Entonces el hombre que gobierna la nación nos dijo: “Comprobaré si ustedes son hombres honrados de la siguiente manera: dejen a uno de sus hermanos aquí conmigo, tomen grano para sus familias hambrientas y regresen a casa;
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pero deben traerme a su hermano menor. Entonces sabré que ustedes son hombres honrados y no espías. Después les entregaré a su hermano, y podrán comerciar libremente en la tierra”».
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Luego, al vaciar cada uno su costal, ¡encontraron las bolsas con el dinero que habían pagado por el grano! Los hermanos y su padre quedaron aterrados cuando vieron las bolsas con el dinero,
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y Jacob exclamó:
—¡Ustedes me están robando a mis hijos! ¡José ya no está! ¡Simeón tampoco! Y ahora quieren llevarse también a Benjamín. ¡Todo está en mi contra!
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Entonces Rubén dijo a su padre:
—Puedes matar a mis dos hijos si no te traigo de regreso a Benjamín. Yo me hago responsable de él y prometo traerlo a casa.
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Pero Jacob le respondió:
—Mi hijo no irá con ustedes. Su hermano José está muerto, y él es todo lo que me queda. Si algo le ocurriera en el camino, ustedes mandarían a la tumba
a este hombre entristecido y canoso.