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¿Por qué no me dejaste besar a mis hijas y a mis nietos, y despedirme de ellos? ¡Has actuado como un necio!
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Yo podría destruirte, pero el Dios de tu padre se me apareció anoche y me advirtió: «¡Deja en paz a Jacob!».
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Puedo entender que sientas que debes irte y anhelas intensamente la casa de tu padre, pero ¿por qué robaste mis dioses?
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—Me apresuré a irme porque tuve miedo —contestó Jacob—. Pensé que me quitarías a tus hijas por la fuerza.
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Ahora, en cuanto a tus dioses, si puedes encontrarlos, ¡que muera la persona que los haya tomado! Si encuentras alguna otra cosa que te pertenezca, identifícala delante de estos parientes nuestros, y yo te la devolveré.
Pero Jacob no sabía que Raquel había robado los ídolos de familia.
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Labán fue a buscar primero en la carpa de Jacob, luego entró en la de Lea y después buscó en las carpas de las dos esposas esclavas, pero no encontró nada. Por último fue a la carpa de Raquel,
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pero Raquel había tomado los ídolos y los había escondido en la montura de su camello, y estaba sentada encima de ellos. Cuando Labán terminó de buscar en cada rincón de la carpa sin encontrarlos,
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ella le dijo a su padre: «Por favor, perdone, mi señor, si no me levanto ante usted. Es que estoy con mi período menstrual». Labán, pues, continuó su búsqueda, pero no pudo encontrar los ídolos de familia.
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Entonces Jacob se enojó mucho y desafió a Labán.
—¿Cuál es mi delito? —preguntó él—. ¿Qué mal he hecho para que me persigas como si fuera un criminal?
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Has registrado todas mis pertenencias. ¡Muéstrame ahora lo que hayas encontrado que sea tuyo! Ponlo aquí delante de nosotros, a la vista de nuestros parientes, para que todos lo vean. ¡Que ellos juzguen entre nosotros!
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»Durante veinte años he estado contigo, cuidando de tus rebaños. En todo ese tiempo, tus ovejas y tus cabras nunca abortaron. En todos esos años, nunca tomé ni un solo carnero tuyo para comérmelo.