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Hubo un tiempo en que viví sin entender la ley. Sin embargo, cuando aprendí, por ejemplo, el mandamiento de no codiciar, el poder del pecado cobró vida
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y yo morí. Entonces me di cuenta de que los mandatos de la ley —que supuestamente traían vida— trajeron, en cambio, muerte espiritual.
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El pecado se aprovechó de esos mandatos y me engañó; usó los mandatos para matarme.
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Sin embargo, la ley en sí misma es santa, y sus mandatos son santos, rectos y buenos.
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¿Pero cómo puede ser? ¿Acaso la ley, que es buena, provocó mi muerte? ¡Por supuesto que no! El pecado usó lo que era bueno a fin de lograr mi condena de muerte. Por eso, podemos ver qué terrible es el pecado. Se vale de los buenos mandatos de Dios para lograr sus propios fines malvados.
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La lucha contra el pecado
Por lo tanto, el problema no es con la ley, porque la ley es buena y espiritual. El problema está en mí, porque soy demasiado humano, un esclavo del pecado.
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Realmente no me entiendo a mí mismo, porque quiero hacer lo que es correcto pero no lo hago. En cambio, hago lo que odio.
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Pero si yo sé que lo que hago está mal, eso demuestra que estoy de acuerdo con que la ley es buena.
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Entonces no soy yo el que hace lo que está mal, sino el pecado que vive en mí.
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Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa
no existe nada bueno. Quiero hacer lo que es correcto, pero no puedo.
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Quiero hacer lo que es bueno, pero no lo hago. No quiero hacer lo que está mal, pero igual lo hago.