4
Los carros de guerra corren con imprudencia por las calles
y salvajemente por las plazas;
destellan como antorchas
y se mueven tan veloces como relámpagos.
5
El rey grita a sus oficiales
y ellos tropiezan en su apuro
por correr hacia los muros para levantar las defensas.
6
¡Las compuertas del río se abrieron con violencia!
¡El palacio está a punto de desplomarse!
7
Se decretó el destierro de Nínive
y todas las sirvientas lloran su conquista.
Gimen como palomas
y se golpean el pecho en señal de aflicción.
8
¡Nínive es como una represa agrietada
que deja escapar a su gente!
«¡Deténganse, deténganse!», grita alguien,
pero nadie siquiera mira hacia atrás.
9
¡Roben la plata!
¡Saqueen el oro!
Los tesoros de Nínive no tienen fin,
su riqueza es incalculable.
10
Pronto la ciudad es saqueada, queda vacía y en ruinas.
Los corazones se derriten y tiemblan las rodillas.
La gente queda horrorizada,
con la cara pálida, temblando de miedo.
11
¿Dónde está ahora la magnífica Nínive,
esa guarida repleta de cachorros de león?
Era un lugar donde la gente —como leones con sus cachorros—
caminaba libremente y sin temor.
12
El león despedazaba carne para sus cachorros
y estrangulaba presas para su leona.
Llenaba la guarida de presas
y sus cavernas con su botín.
13
«¡Yo soy tu enemigo!
—dice el Señor
de los Ejércitos Celestiales—.
Tus carros de guerra serán quemados;
tus jóvenes
morirán en la batalla.
Nunca más saquearás las naciones conquistadas.
No volverán a oírse las voces de tus orgullosos mensajeros».