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Luego, algunos de los saduceos, que decían que no hay resurrección, se acercaron a Jesús y le plantearon un problema:
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—Maestro, Moisés nos enseñó en sus escritos que si un hombre muere y deja a la viuda sin hijos, el hermano de ese hombre tiene que casarse con la viuda para que su hermano tenga descendencia.
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Pues bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin dejar hijos.
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Entonces el segundo
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y el tercero se casaron con ella, y así sucesivamente murieron los siete sin dejar hijos.
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Por último, murió también la mujer.
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Ahora bien, en la resurrección, ¿de cuál será esposa esta mujer, ya que los siete estuvieron casados con ella?
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—La gente de este mundo se casa y se da en casamiento —les contestó Jesús—.
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Pero en cuanto a los que sean dignos de tomar parte en el mundo venidero por la resurrección: esos no se casarán ni serán dados en casamiento,
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ni tampoco podrán morir, pues serán como los ángeles. Son hijos de Dios porque toman parte en la resurrección.
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Pero que los muertos resucitan lo dio a entender Moisés mismo en el pasaje sobre la zarza, pues llama al Señor “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”.
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Él no es Dios de muertos, sino de vivos; en efecto, para él todos ellos viven.
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Algunos de los maestros de la ley le respondieron:—¡Bien dicho, Maestro!
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Y ya no se atrevieron a hacerle más preguntas.