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Cuando Jefté volvió a su casa en Mizpa, su hija salió a recibirlo tocando una pandereta y danzando de alegría. Ella era su hija única, ya que él no tenía más hijos ni hijas.
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Cuando la vio, se rasgó la ropa en señal de angustia.
—¡Hija mía! —clamó—. ¡Me has destruido por completo! ¡Me has traído una gran calamidad! Pues hice un voto al Señor
y no puedo dejar de cumplirlo.
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Y ella le dijo:
—Padre, si hiciste un voto al Señor
, debes hacer conmigo lo que prometiste, porque el Señor
te ha dado una gran victoria sobre tus enemigos, los amonitas.
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Pero antes, permíteme hacer una sola cosa: déjame subir a deambular por las colinas y a llorar con mis amigas durante dos meses, porque moriré virgen.
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—Puedes ir —le dijo Jefté.
Y la dejó salir por el término de dos meses. Ella y sus amigas subieron a las colinas y lloraron porque ella nunca tendría hijos.
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Cuando volvió a su casa, su padre cumplió el voto que había hecho, y ella murió virgen.
Así que se hizo costumbre en Israel
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que las jóvenes israelitas se ausentaran cuatro días cada año para lamentar la desgracia de la hija de Jefté.