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Él les dijo:
—El hombre al que llaman Jesús hizo lodo, me lo untó en los ojos y me dijo: “Ve al estanque de Siloé y lávate”. Entonces fui, me lavé, ¡y ahora puedo ver!
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—¿Dónde está él ahora? —le preguntaron.
—No lo sé —contestó.
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Entonces llevaron ante los fariseos al hombre que había sido ciego,
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porque era día de descanso cuando Jesús hizo el lodo y lo sanó.
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Los fariseos interrogaron al hombre sobre todo lo que había sucedido y les respondió: «Él puso el lodo sobre mis ojos y, cuando me lavé, ¡pude ver!».
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Algunos de los fariseos decían: «Ese tal Jesús no viene de Dios porque trabaja en el día de descanso». Otros decían: «¿Pero cómo puede un simple pecador hacer semejantes señales milagrosas?». Así que había una profunda diferencia de opiniones entre ellos.
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Luego los fariseos volvieron a interrogar al hombre que había sido ciego:
—¿Qué opinas del hombre que te sanó?
—Creo que debe de ser un profeta —contestó el hombre.
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Aun así los líderes judíos se negaban a creer que el hombre había sido ciego y ahora podía ver, así que llamaron a sus padres.
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—¿Es este su hijo? —les preguntaron—. ¿Es verdad que nació ciego? Si es cierto, ¿cómo es que ahora ve?
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Sus padres contestaron:
—Sabemos que él es nuestro hijo y que nació ciego,
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pero no sabemos cómo es que ahora puede ver ni quién lo sanó. Pregúntenselo a él; ya tiene edad para hablar por sí mismo.