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Una multitud de enfermos —ciegos, cojos, paralíticos— estaban tendidos en los pórticos.
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Uno de ellos era un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo.
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Cuando Jesús lo vio y supo que hacía tanto que padecía la enfermedad, le preguntó:
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—Es que no puedo, señor —contestó el enfermo—, porque no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando se agita el agua. Siempre alguien llega antes que yo.
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Jesús le dijo:
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¡Al instante, el hombre quedó sano! Enrolló la camilla, ¡y comenzó a caminar! Pero ese milagro sucedió el día de descanso,
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así que los líderes judíos protestaron. Le dijeron al hombre que había sido sanado:
—¡No puedes trabajar el día de descanso! ¡La ley no te permite cargar esa camilla!
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Pero él respondió:
—El hombre que me sanó me dijo: “Toma tu camilla y anda”.
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—¿Quién te dijo semejante cosa? —le exigieron.
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El hombre no lo sabía, porque Jesús había desaparecido entre la multitud;
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pero después, Jesús lo encontró en el templo y le dijo:
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Entonces el hombre fue a ver a los líderes judíos y les dijo que era Jesús quien lo había sanado.
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Jesús afirma ser el Hijo de Dios
Entonces los líderes judíos comenzaron a acosar
a Jesús por haber violado las reglas del día de descanso.
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Pero Jesús respondió:
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Entonces los líderes judíos se esforzaron aún más por encontrar una forma de matarlo. Pues no solo violaba el día de descanso sino que, además, decía que Dios era su Padre, con lo cual se hacía igual a Dios.
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Entonces Jesús explicó:
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pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. De hecho, el Padre le mostrará cómo hacer cosas más trascendentes que el sanar a ese hombre. Entonces ustedes quedarán realmente asombrados.
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Pues, así como el Padre da vida a los que resucita de los muertos, también el Hijo da vida a quien él quiere.
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Además, el Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo autoridad absoluta para juzgar,
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a fin de que todos honren al Hijo así como honran al Padre. El que no honra al Hijo, por cierto tampoco honra al Padre quien lo envió.