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Luego Dios lo puso en el lugar de honor, a su derecha, como Príncipe y Salvador. Lo hizo para que el pueblo de Israel se arrepintiera de sus pecados y fuera perdonado.
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Nosotros somos testigos de estas cosas y también lo es el Espíritu Santo, dado por Dios a todos los que lo obedecen.
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Al oír esto, el Concilio Supremo se enfureció y decidió matarlos;
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pero uno de los miembros, un fariseo llamado Gamaliel, experto en la ley religiosa y respetado por toda la gente, se puso de pie y ordenó que sacaran de la sala del Concilio a los apóstoles por un momento.
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Entonces les dijo a sus colegas: «Hombres de Israel, ¡tengan cuidado con lo que piensan hacerles a estos hombres!
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Hace algún tiempo, hubo un tal Teudas, quien fingía ser alguien importante. Unas cuatrocientas personas se le unieron, pero a él lo mataron y todos sus seguidores se fueron cada cual por su camino. Todo el movimiento se redujo a nada.
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Después de él, en el tiempo en que se llevó a cabo el censo, apareció un tal Judas de Galilea. Logró que gente lo siguiera, pero a él también lo mataron, y todos sus seguidores se dispersaron.
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»Así que mi consejo es que dejen a esos hombres en paz. Pónganlos en libertad. Si ellos están planeando y actuando por sí solos, pronto su movimiento caerá;
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pero si es de Dios, ustedes no podrán detenerlos. ¡Tal vez hasta se encuentren peleando contra Dios!».
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Los otros miembros aceptaron su consejo. Llamaron a los apóstoles y mandaron que los azotaran. Luego les ordenaron que nunca más hablaran en el nombre de Jesús y los pusieron en libertad.
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Los apóstoles salieron del Concilio Supremo con alegría, porque Dios los había considerado dignos de sufrir deshonra por el nombre de Jesús.
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Y cada día, en el templo y casa por casa, seguían enseñando y predicando este mensaje: «Jesús es el Mesías».