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Navegando en mar abierto, pasamos por la costa de Cilicia y Panfilia, y desembarcamos en Mira, en la provincia de Licia.
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Allí, el oficial al mando encontró un barco egipcio, de Alejandría, con destino a Italia, y nos hizo subir a bordo.
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Tuvimos que navegar despacio por varios días y, después de serias dificultades, por fin nos acercamos a Gnido; pero teníamos viento en contra, así que cruzamos a la isla de Creta, navegando al resguardo de la costa de la isla con menos viento, frente al cabo de Salmón.
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Seguimos por la costa con mucha dificultad y finalmente llegamos a Buenos Puertos, cerca de la ciudad de Lasea.
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Habíamos perdido bastante tiempo. El clima se ponía cada vez más peligroso para viajar por mar, porque el otoño estaba muy avanzado,
y Pablo comentó eso con los oficiales del barco.
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Les dijo: «Señores, creo que tendremos problemas más adelante si seguimos avanzando: naufragio, pérdida de la carga y también riesgo para nuestras vidas»;
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pero el oficial a cargo de los prisioneros les hizo más caso al capitán y al dueño del barco que a Pablo.
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Ya que Buenos Puertos era un puerto desprotegido —un mal lugar para pasar el invierno—, la mayoría de la tripulación quería seguir hasta Fenice, que se encuentra más adelante en la costa de Creta, y pasar el invierno allí. Fenice era un buen puerto, con orientación solo al suroccidente y al noroccidente.
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Tormenta en el mar
Cuando un viento suave comenzó a soplar desde el sur, los marineros pensaron que podrían llegar a salvo. Entonces levaron anclas y navegaron cerca de la costa de Creta;
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pero el clima cambió abruptamente, y un viento huracanado (llamado «Nororiente») sopló sobre la isla y nos empujó a mar abierto.
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Los marineros no pudieron girar el barco para hacerle frente al viento, así que se dieron por vencidos y se dejaron llevar por la tormenta.
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Navegamos al resguardo del lado con menos viento de una pequeña isla llamada Cauda,
donde con gran dificultad subimos a bordo el bote salvavidas que era remolcado por el barco.
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Después los marineros ataron cuerdas alrededor del casco del barco para reforzarlo. Tenían miedo de que el barco fuera llevado a los bancos de arena de Sirte, frente a la costa africana, así que bajaron el ancla flotante para disminuir la velocidad del barco y se dejaron llevar por el viento.
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El próximo día, como la fuerza del vendaval seguía azotando el barco, la tripulación comenzó a echar la carga por la borda.
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Luego, al día siguiente, hasta arrojaron al agua parte del equipo del barco.
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La gran tempestad rugió durante muchos días, ocultó el sol y las estrellas, hasta que al final se perdió toda esperanza.
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Nadie había comido en mucho tiempo. Finalmente, Pablo reunió a la tripulación y le dijo: «Señores, ustedes debieran haberme escuchado al principio y no haber salido de Creta. Así se hubieran evitado todos estos daños y pérdidas.
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¡Pero anímense! Ninguno de ustedes perderá la vida, aunque el barco se hundirá.
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Pues anoche un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien sirvo estuvo a mi lado
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y dijo: “¡Pablo, no temas, porque ciertamente serás juzgado ante el César! Además, Dios, en su bondad, ha concedido protección a todos los que navegan contigo”.
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Así que, ¡anímense! Pues yo le creo a Dios. Sucederá tal como él lo dijo,
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pero seremos náufragos en una isla».
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El naufragio
Como a la medianoche de la decimocuarta noche de la tormenta, mientras los vientos nos empujaban por el mar Adriático,
los marineros presintieron que había tierra cerca.
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Arrojaron una cuerda con una pesa y descubrieron que el agua tenía treinta y siete metros de profundidad. Un poco después, volvieron a medir y vieron que solo había veintisiete metros de profundidad.
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A la velocidad que íbamos, ellos tenían miedo de que pronto fuéramos arrojados contra las rocas que estaban a lo largo de la costa; así que echaron cuatro anclas desde la parte trasera del barco y rezaron que amaneciera.
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Luego los marineros trataron de abandonar el barco; bajaron el bote salvavidas como si estuvieran echando anclas desde la parte delantera del barco.
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Así que Pablo les dijo al oficial al mando y a los soldados: «Todos ustedes morirán a menos que los marineros se queden a bordo».
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Entonces los soldados cortaron las cuerdas del bote salvavidas y lo dejaron a la deriva.
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Cuando empezó a amanecer, Pablo animó a todos a que comieran. «Ustedes han estado tan preocupados que no han comido nada en dos semanas —les dijo—.
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Por favor, por su propio bien, coman algo ahora. Pues no perderán ni un solo cabello de la cabeza».
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Así que tomó un poco de pan, dio gracias a Dios delante de todos, partió un pedazo y se lo comió.
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Entonces todos se animaron y empezaron a comer,
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los doscientos setenta y seis que estábamos a bordo.
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Después de comer, la tripulación redujo aún más el peso del barco echando al mar la carga de trigo.
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Cuando amaneció, no reconocieron la costa, pero vieron una bahía con una playa y se preguntaban si podrían llegar a la costa haciendo encallar el barco.
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Entonces cortaron las anclas y las dejaron en el mar. Luego soltaron los timones, izaron las velas de proa y se dirigieron a la costa;
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pero chocaron contra un banco de arena y el barco encalló demasiado rápido. La proa del barco se clavó en la arena, mientras que la popa fue golpeada repetidas veces por la fuerza de las olas y comenzó a hacerse pedazos.
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Los soldados querían matar a los prisioneros para asegurarse de que no nadaran hasta la costa y escaparan;
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pero el oficial al mando quería salvar a Pablo, así que no los dejó llevar a cabo su plan. Luego les ordenó a todos los que sabían nadar que saltaran por la borda primero y se dirigieran a tierra firme.
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Los demás se sujetaron a tablas o a restos del barco destruido.
Así que todos escaparon a salvo hasta la costa.