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Cuando estaban por cumplirse los siete días del voto, unos judíos de la provincia de Asia vieron a Pablo en el templo e incitaron a una turba en su contra. Lo agarraron
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mientras gritaban: «¡Hombres de Israel, ayúdennos! Este es el hombre que predica en contra de nuestro pueblo en todas partes y les dice a todos que desobedezcan las leyes judías. Habla en contra del templo, ¡y hasta profana este lugar santo llevando gentiles
adentro!».
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(Pues más temprano ese mismo día lo habían visto en la ciudad con Trófimo, un gentil de Éfeso,
y supusieron que Pablo lo había llevado al templo).
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Toda la ciudad fue estremecida por estas acusaciones y se desencadenó un gran disturbio. Agarraron a Pablo y lo arrastraron fuera del templo e inmediatamente cerraron las puertas detrás de él.
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Cuando estaban a punto de matarlo, le llegó al comandante del regimiento romano la noticia de que toda Jerusalén estaba alborotada.
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De inmediato el comandante llamó a sus soldados y oficiales
y corrió entre la multitud. Cuando la turba vio que venían el comandante y las tropas, dejaron de golpear a Pablo.
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Luego el comandante lo arrestó y ordenó que lo sujetaran con dos cadenas. Le preguntó a la multitud quién era él y qué había hecho.
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Unos gritaban una cosa, y otros otra. Como no pudo averiguar la verdad entre todo el alboroto y la confusión, ordenó que llevaran a Pablo a la fortaleza.
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Cuando Pablo llegó a las escaleras, la turba se puso tan violenta que los soldados tuvieron que levantarlo sobre sus hombros para protegerlo.
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Y la multitud seguía gritando desde atrás: «¡Mátenlo! ¡Mátenlo!».
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Pablo habla a la multitud
Cuando estaban por llevarlo adentro, Pablo le dijo al comandante:
—¿Puedo hablar con usted?
—¿¡Hablas griego!? —le preguntó el comandante, sorprendido—.