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Pronto toda la ciudad se llenó de confusión. Todos corrieron al anfiteatro, arrastrando a Gayo y Aristarco, los compañeros de viaje de Pablo, que eran macedonios.
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Pablo también quiso entrar, pero los creyentes no lo dejaron.
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Algunos de los funcionarios de la provincia, amigos de Pablo, también le enviaron un mensaje para suplicarle que no arriesgara su vida por entrar en el anfiteatro.
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Adentro era un griterío; algunos gritaban una cosa, y otros otra. Todo era confusión. De hecho, la mayoría ni siquiera sabía por qué estaba allí.
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Los judíos de la multitud empujaron a Alejandro hacia adelante y le dijeron que explicara la situación. Él hizo señas para pedir silencio e intentó hablar;
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pero cuando la multitud se dio cuenta de que era judío, empezaron a gritar de nuevo y siguieron sin parar como por dos horas: «¡Grande es Artemisa de los efesios! ¡Grande es Artemisa de los efesios!».
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Por fin, el alcalde logró callarlos lo suficiente para poder hablar. «Ciudadanos de Éfeso —les dijo—, todos saben que la ciudad de Éfeso es la guardiana oficial del templo de la gran Artemisa, cuya imagen nos cayó del cielo.
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Dado que esto es un hecho innegable, no deberían perder la calma ni hacer algo precipitado.
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Ustedes han traído a estos hombres aquí, pero ellos no han robado nada del templo ni tampoco han hablado en contra de nuestra diosa.
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»Si Demetrio y los artesanos tienen algún caso contra ellos, las cortes están en sesión y los funcionarios pueden escuchar el caso de inmediato. Dejen que ellos presenten cargos formales;
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y si hubiera quejas sobre otros asuntos, podrían resolverse en una asamblea legal.
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Me temo que corremos peligro de que el gobierno romano nos acuse de generar disturbios, ya que no hay razón para todo este alboroto; y si Roma exige una explicación, no sabremos qué decir».
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Entonces los despidió y ellos se dispersaron.