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Abraham esperaba con confianza una ciudad de cimientos eternos, una ciudad diseñada y construida por Dios.
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Fue por la fe que hasta Sara pudo tener un hijo, a pesar de ser estéril y demasiado anciana. Ella creyó
que Dios cumpliría su promesa.
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Así que una nación entera provino de este solo hombre, quien estaba casi muerto en cuanto a tener hijos; una nación con tantos habitantes que, como las estrellas de los cielos y la arena de la orilla del mar, es imposible contar.
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Todas estas personas murieron aún creyendo lo que Dios les había prometido. Y aunque no recibieron lo prometido lo vieron desde lejos y lo aceptaron con gusto. Coincidieron en que eran extranjeros y nómadas aquí en este mundo.
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Es obvio que quienes se expresan así esperan tener su propio país.
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Si hubieran añorado el país del que salieron, bien podrían haber regresado.
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Sin embargo, buscaban un lugar mejor, una patria celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de ser llamado el Dios de ellos, pues les ha preparado una ciudad.
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Fue por la fe que Abraham ofreció a Isaac en sacrificio cuando Dios lo puso a prueba. Abraham, quien había recibido las promesas de Dios, estuvo dispuesto a sacrificar a su único hijo, Isaac,
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aun cuando Dios le había dicho: «Isaac es el hijo mediante el cual procederán tus descendientes»
.
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Abraham llegó a la conclusión de que si Isaac moría, Dios tenía el poder para volverlo a la vida; y en cierto sentido, Abraham recibió de vuelta a su hijo de entre los muertos.
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Fue por la fe que Isaac prometió a sus hijos, Jacob y Esaú, bendiciones para el futuro.