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Desde el día en que José quedó encargado de la casa y de las propiedades de su amo, el Señor
comenzó a bendecir la casa de Potifar por causa de José. Todos los asuntos de la casa marchaban bien, y las cosechas y los animales prosperaron.
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Pues Potifar le dio a José total y completa responsabilidad administrativa sobre todas sus posesiones. Con José a cargo, Potifar no se preocupaba por nada, ¡excepto qué iba a comer!
José era un joven muy apuesto y bien fornido,
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y la esposa de Potifar pronto comenzó a mirarlo con deseos sexuales.
—Ven y acuéstate conmigo —le ordenó ella.
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Pero José se negó:
—Mire —le contestó—, mi amo confía en mí y me puso a cargo de todo lo que hay en su casa.
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Nadie aquí tiene más autoridad que yo. Él no me ha negado nada, con excepción de usted, porque es su esposa. ¿Cómo podría yo cometer semejante maldad? Sería un gran pecado contra Dios.
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Día tras día, ella seguía presionando a José, pero él se negaba a acostarse con ella y la evitaba tanto como podía.
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Cierto día, sin embargo, José entró a hacer su trabajo y no había nadie más allí.
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Ella llegó, lo agarró del manto y le ordenó: «¡Vamos, acuéstate conmigo!». José se zafó de un tirón, pero dejó su manto en manos de ella al salir corriendo de la casa.
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Cuando ella vio que tenía el manto en las manos y que él había huido,
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llamó a sus siervos. Enseguida todos los hombres llegaron corriendo. «¡Miren! —dijo ella—. ¡Mi esposo ha traído aquí a este esclavo hebreo para que nos deje en ridículo! Él entró en mi cuarto para violarme, pero yo grité.
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Cuando me oyó gritar, salió corriendo y se escapó, pero dejó su manto en mis manos».