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Jacob quedó aterrado con la noticia. Entonces separó a los miembros de su casa en dos grupos, y también a los rebaños, a las manadas y a los camellos,
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pues pensó: «Si Esaú encuentra a uno de los grupos y lo ataca, quizá el otro grupo pueda escapar».
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Entonces Jacob oró: «Oh Dios de mi abuelo Abraham y Dios de mi padre Isaac; oh Señor
, tú me dijiste: “Regresa a tu tierra y a tus parientes”. Y me prometiste: “Te trataré con bondad”.
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No soy digno de todo el amor inagotable y de la fidelidad que has mostrado a mí, tu siervo. Cuando salí de mi hogar y crucé el río Jordán, no poseía más que mi bastón, ¡pero ahora todos los de mi casa ocupan dos grandes campamentos!
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Oh Señor
, te ruego que me rescates de la mano de mi hermano Esaú. Tengo miedo de que venga para atacarme a mí y también a mis esposas y a mis hijos.
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Pero tú me prometiste: “Ciertamente te trataré con bondad y multiplicaré tus descendientes hasta que lleguen a ser tan numerosos como la arena a la orilla del mar, imposibles de contar”».
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Así que Jacob pasó la noche en aquel lugar. Luego escogió de sus pertenencias los siguientes regalos para entregar a su hermano Esaú:
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doscientas cabras, veinte chivos, doscientas ovejas, veinte carneros,
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treinta camellas con sus crías, cuarenta vacas, diez toros, veinte burras y diez burros.
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Separó esos animales en manadas y asignó cada manada a un siervo distinto. Luego dijo a estos siervos: «Vayan delante de mí con los animales, pero guarden una buena distancia entre las manadas».
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A los hombres que dirigían el primer grupo les dio las siguientes instrucciones: «Cuando mi hermano Esaú se encuentre con ustedes, él les preguntará: “¿De quién son siervos? ¿Adónde van? ¿Quién es el dueño de estos animales?”.