2
De pronto, la gloria del Dios de Israel apareció desde el oriente. El sonido de su venida era como el rugir de aguas torrentosas y todo el paisaje resplandeció con su gloria.
3
Esta visión fue igual a las otras que yo había tenido, primero junto al río Quebar y después cuando el Señor
vino a destruir Jerusalén. Caí con el rostro en tierra
4
y la gloria del Señor
entró al templo por la puerta oriental.
5
Luego el Espíritu me levantó y me llevó al atrio interior, y la gloria del Señor
llenó el templo.
6
Entonces oí que alguien me hablaba desde el interior del templo, mientras el hombre que tomaba las medidas se ponía a mi lado.
7
El Señor
me dijo: «Hijo de hombre, este es el lugar de mi trono y el lugar donde pondré los pies. Viviré aquí para siempre, entre los israelitas. Ni ellos ni sus reyes volverán a profanar mi santo nombre cometiendo adulterio al rendir culto a otros dioses y honrando las reliquias de sus reyes ya muertos.
8
Colocaron los altares para sus ídolos junto a mi altar, con solo un muro de separación entre ellos y yo. Profanaron mi santo nombre con ese pecado tan detestable, por eso los consumí en mi enojo.
9
Que dejen ya de rendir culto a otros dioses y de honrar las reliquias de sus reyes, y yo viviré entre ellos para siempre.
10
»Hijo de hombre, describe al pueblo de Israel el templo que te he mostrado, para que ellos se avergüencen de todos sus pecados. Dejen que estudien el plano del templo
11
y se avergonzarán
de lo que hicieron. Descríbeles todas las especificaciones del templo —incluidas las entradas y las salidas— y todos los demás detalles. Háblales de los decretos y las leyes del templo. Escribe todas las especificaciones y los decretos mientras ellos observan, para que sin falta los recuerden y los sigan.
12
Esta es la ley fundamental del templo: ¡santidad absoluta! Toda la cumbre del monte donde está el templo es santa. Sí, esta es la ley fundamental del templo.