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Pues hay algunos judíos —Sadrac, Mesac y Abed-nego— a los que usted puso a cargo de la provincia de Babilonia que no le prestan atención, su Majestad. Se niegan a servir a los dioses de su Majestad y no rinden culto a la estatua de oro que usted ha levantado».
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Entonces Nabucodonosor se enfureció y ordenó que trajeran ante él a Sadrac, Mesac y Abed-nego. Cuando los trajeron,
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Nabucodonosor les preguntó:
—¿Es cierto, Sadrac, Mesac y Abed-nego, que ustedes se rehúsan a servir a mis dioses y a rendir culto a la estatua de oro que he levantado?
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Les daré una oportunidad más para inclinarse y rendir culto a la estatua que he hecho cuando oigan el sonido de los instrumentos musicales.
Sin embargo, si se niegan, serán inmediatamente arrojados al horno ardiente y entonces, ¿qué dios podrá rescatarlos de mi poder?
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Sadrac, Mesac y Abed-nego contestaron:
—Oh Nabucodonosor, no necesitamos defendernos delante de usted.
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Si nos arrojan al horno ardiente, el Dios a quien servimos es capaz de salvarnos. Él nos rescatará de su poder, su Majestad;
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pero aunque no lo hiciera, deseamos dejar en claro ante usted que jamás serviremos a sus dioses ni rendiremos culto a la estatua de oro que usted ha levantado.
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El horno ardiente
Entonces Nabucodonosor se enfureció tanto con Sadrac, Mesac y Abed-nego que el rostro se le desfiguró a causa de la ira. Mandó calentar el horno siete veces más de lo habitual.
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Entonces ordenó que algunos de los hombres más fuertes de su ejército ataran a Sadrac, Mesac y Abed-nego y los arrojaran al horno ardiente.
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Así que los ataron y los arrojaron al horno, totalmente vestidos con sus pantalones, turbantes, túnicas y demás ropas.
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Ya que el rey, en su enojo, había exigido que el horno estuviera bien caliente, las llamas mataron a los soldados mientras arrojaban dentro a los tres hombres.