8
—Yo me encargo de este asunto —le dijo el rey—. Ve a tu casa, yo me aseguraré de que nadie lo toque.
9
—¡Oh gracias, mi señor el rey! —le respondió la mujer de Tecoa—. Si lo critican por ayudarme, que la culpa caiga sobre mí y sobre la casa de mi padre, y que el rey y su trono sean inocentes.
10
—Si alguien se opone —le dijo el rey—, tráemelo. ¡Te aseguro que nunca más volverá a molestarte!
11
Luego ella dijo:
—Por favor, júreme por el Señor
su Dios que no dejará que nadie tome venganza contra mi hijo. No quiero más derramamiento de sangre.
—Tan cierto como que el Señor
vive —le respondió—, ¡no se tocará ni un solo cabello de la cabeza de tu hijo!
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—Por favor, permítame preguntar una cosa más a mi señor el rey —dijo ella.
—Adelante, habla —respondió él.
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Ella contestó:
—¿Por qué no hace por el pueblo de Dios lo mismo que prometió hacer por mí? Se ha declarado culpable a sí mismo al tomar esta decisión, porque ha rehusado traer a casa a su propio hijo desterrado.
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Todos moriremos algún día. Nuestra vida es como agua derramada en el suelo, la cual no se puede volver a juntar. Pero Dios no arrasa con nuestra vida, sino que idea la manera de traernos de regreso cuando hemos estado separados de él.
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»He venido a rogarle a mi señor el rey porque la gente me ha amenazado. Me dije: “Tal vez el rey me escuche
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y nos rescate de los que quieren quitarnos la herencia
que Dios nos dio.
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Sí, mi señor el rey nos devolverá la tranquilidad de espíritu”. Sé que usted es como un ángel de Dios que puede distinguir entre lo bueno y lo malo. Que el Señor
su Dios esté con usted.
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—Tengo que saber algo —le dijo el rey—, y dime la verdad.
—¿Sí, mi señor el rey? —respondió ella.