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Más tarde, Eliseo le preguntó a Giezi:
—¿Qué podemos hacer por ella?
—Ella no tiene hijos —contestó Giezi—, y su esposo ya es anciano.
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—Llámala de nuevo —le dijo Eliseo.
La mujer regresó y se quedó de pie en la puerta mientras Eliseo le dijo:
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—El año que viene, por esta fecha, ¡tendrás un hijo en tus brazos!
—¡No, señor mío! —exclamó ella—. Hombre de Dios, no me engañes así ni me des falsas esperanzas.
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Efectivamente, la mujer pronto quedó embarazada y al año siguiente, por esa fecha, tuvo un hijo, tal como Eliseo le había dicho.
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Cierto día, el niño, ya más grande, salió a ayudar a su padre en el trabajo con los cosechadores,
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y de repente gritó: «¡Me duele la cabeza! ¡Me duele la cabeza!».
Su padre le dijo a uno de sus sirvientes: «Llévalo a casa, junto a su madre».
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Entonces el sirviente lo llevó a su casa, y la madre lo sostuvo en su regazo; pero cerca del mediodía, el niño murió.
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Ella lo subió y lo recostó sobre la cama del hombre de Dios; luego cerró la puerta y lo dejó allí.
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Después le envió un mensaje a su esposo: «Mándame a uno de los sirvientes y un burro para que pueda ir rápido a ver al hombre de Dios y luego volver enseguida».
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—¿Por qué ir hoy? —preguntó él—. No es ni festival de luna nueva ni día de descanso.
Pero ella dijo:
—No importa.
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Entonces ensilló el burro y le dijo al sirviente: «¡Apúrate! Y no disminuyas el paso a menos que yo te lo diga».
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Cuando ella se acercaba al hombre de Dios, en el monte Carmelo, Eliseo la vio desde lejos y le dijo a Giezi: «Mira, allí viene la señora de Sunem.
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Corre a su encuentro y pregúntale: “¿Están todos bien, tú, tu esposo y tu hijo?”».
«Sí —contestó ella—, todo está bien».
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Sin embargo, cuando ella se encontró con el hombre de Dios en la montaña, se postró en el suelo delante de él y se agarró de sus pies. Giezi comenzó a apartarla, pero el hombre de Dios dijo: «Déjala. Está muy angustiada, pero el Señor
no me ha dicho qué le pasa».
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Entonces ella dijo: «¿Acaso yo te pedí un hijo, señor mío? ¿Acaso no te dije: “No me engañes ni me des falsas esperanzas”?».
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Enseguida Eliseo le dijo a Giezi: «¡Prepárate para salir de viaje,
toma mi vara y vete! No hables con nadie en el camino. Ve rápido y pon la vara sobre el rostro del niño».
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Pero la madre del niño dijo: «Tan cierto como que el Señor
vive y que usted vive, yo no regresaré a mi casa a menos que usted venga conmigo». Así que Eliseo volvió con ella.
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Giezi se adelantó apresuradamente y puso la vara sobre el rostro del niño, pero no pasó nada. No daba señales de vida. Entonces regresó a encontrarse con Eliseo y le dijo: «El niño sigue muerto».
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En efecto, cuando Eliseo llegó, el niño estaba muerto, acostado en la cama del profeta.
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Eliseo entró solo, cerró la puerta tras sí y oró al Señor
.
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Después se tendió sobre el cuerpo del niño, puso su boca sobre la boca del niño, sus ojos sobre sus ojos y sus manos sobre sus manos. Mientras se tendía sobre él, ¡el cuerpo del niño comenzó a entrar en calor!