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Un obispo debe ser, pues, irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, de conducta decorosa, hospitalario, apto para enseñar,
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no dado a la bebida, no pendenciero, sino amable, no contencioso, no avaricioso.
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Que gobierne bien su casa, teniendo a sus hijos sujetos con toda dignidad
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(pues si un hombre no sabe cómo gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la iglesia de Dios?);
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no un recién convertido, no sea que se envanezca y caiga en la condenación en que cayó el diablo.
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Debe gozar también de una buena reputación entre los de afuera de la iglesia, para que no caiga en descrédito y en el lazo del diablo.
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De la misma manera, también los diáconos deben ser dignos, de una sola palabra, no dados al mucho vino, ni amantes de ganancias deshonestas,
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sino guardando el misterio de la fe con limpia conciencia.
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Que también éstos sean sometidos a prueba primero, y si son irreprensibles, que entonces sirvan como diáconos.
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De igual manera, las mujeres deben ser dignas, no calumniadoras, sino sobrias, fieles en todo.
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Que los diáconos sean maridos de una sola mujer, y que gobiernen bien sus hijos y sus propias casas.