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Ben-adad envió mensajeros a la ciudad para que transmitieran el siguiente mensaje al rey Acab de Israel: «Ben-adad dice:
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“¡Tu plata y tu oro son míos, igual que tus esposas y tus mejores hijos!”».
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«Está bien, mi señor el rey —respondió el rey de Israel—. ¡Todo lo que tengo es tuyo!».
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Pronto los mensajeros de Ben-adad regresaron y dijeron: «Ben-adad dice: “Ya te he exigido que me des tu plata, tu oro, tus esposas y tus hijos;
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pero mañana a esta hora, enviaré a mis funcionarios a registrar tu palacio y las casas de tus funcionarios. ¡Se llevarán todo lo que más valoras!”».
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Entonces Acab mandó llamar a todos los ancianos del reino y les dijo:
—¡Miren cómo este hombre está causando problemas! Ya accedí a su exigencia de darle mis esposas, mis hijos, mi plata y mi oro.
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—No cedas ante ninguna otra de sus exigencias —le aconsejaron todos los ancianos y todo el pueblo.
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Así que Acab dijo a los mensajeros de Ben-adad: «Díganle esto a mi señor el rey: “Te daré todo lo que pediste la primera vez, pero no puedo aceptar tu última exigencia”». Entonces los mensajeros le llevaron la respuesta a Ben-adad.
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Con eso Ben-adad le envió otro mensaje a Acab, que decía: «Que los dioses me hieran e incluso me maten si de Samaria queda polvo suficiente para darle un puñado a cada uno de mis soldados».
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El rey de Israel le envió esta respuesta: «Un guerrero que está preparándose con su espada para salir a pelear no debería presumir como un guerrero que ya ganó».
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Ben-adad y los otros reyes recibieron la respuesta de Acab mientras bebían en sus carpas.
«¡Prepárense para atacar!», ordenó Ben-adad a sus oficiales. Entonces se prepararon para atacar la ciudad.