2
Miren cómo los preciosos hijos de Jerusalén,
que valen su peso en oro puro,
ahora son tratados como vasijas de barro
hechas por un alfarero común y corriente.
3
Hasta los chacales amamantan a sus cachorros,
pero mi pueblo Israel no lo hace;
ignoran los llantos de sus hijos,
como los avestruces del desierto.
4
La lengua reseca de sus pequeños,
se pega al paladar a causa de la sed.
Los niños lloran por pan,
pero nadie tiene para darles.
5
Los que antes comían los manjares más ricos
ahora mendigan en las calles por cualquier cosa que puedan obtener.
Los que antes vestían ropa de la más alta calidad
ahora hurgan en los basureros buscando qué comer.
6
La culpa
de mi pueblo
es mayor que la de Sodoma,
cuando en un instante cayó el desastre total
y nadie ofreció ayuda.
7
Nuestros príncipes antes rebosaban de salud,
más brillantes que la nieve, más blancos que la leche.
Sus rostros eran tan rosados como rubíes,
su aspecto como joyas preciosas.
8
Pero ahora sus caras son más negras que el carbón;
nadie los reconoce en las calles.
La piel se les pega a los huesos;
está tan seca y dura como la madera.
9
Los que murieron a espada terminaron mejor
que los que mueren de hambre.
Hambrientos, se consumen
por la falta de comida de los campos.
10
Mujeres de buen corazón
han cocinado a sus propios hijos;
los comieron
para sobrevivir el sitio.
11
Pero ahora, quedó satisfecho el enojo del Señor
;
su ira feroz ha sido derramada.
Prendió un fuego en Jerusalén
que quemó la ciudad hasta sus cimientos.
12
Ningún rey sobre toda la tierra,
nadie en todo el mundo,
hubiera podido creer que un enemigo
lograra entrar por las puertas de Jerusalén.