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Los cinco hombres que habían explorado la tierra alrededor de Lais les explicaron a los demás: «En una de estas casas hay un efod sagrado, algunos ídolos de familia, una imagen tallada y un ídolo fundido. ¿Qué les parece que deberían hacer?».
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Entonces los cinco hombres se desviaron del camino y fueron hasta la casa de Micaía, donde vivía el joven levita, y lo saludaron amablemente.
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Mientras los seiscientos guerreros armados de la tribu de Dan vigilaban la entrada de la puerta,
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los cinco espías entraron al santuario y tomaron la imagen tallada, el efod sagrado, los ídolos de familia y el ídolo fundido. Ahora bien, el sacerdote también estaba en la puerta con los seiscientos guerreros armados.
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Cuando el sacerdote vio que los hombres se llevaban todos los objetos sagrados del santuario de Micaía, les dijo:
—¿Qué hacen?
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—Cállate y ven con nosotros —le dijeron—. Sé un padre y sacerdote para todos nosotros. ¿Acaso no es mejor ser el sacerdote de toda una tribu y un clan de Israel, que de la casa de un solo hombre?
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Entonces el joven sacerdote estuvo más que dispuesto a ir con ellos, y se llevó consigo el efod sagrado, los ídolos de familia y la imagen tallada.
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El grupo dio la vuelta y siguió su viaje con sus hijos, el ganado y las posesiones al frente.
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Cuando los de la tribu de Dan estaban ya bastante lejos de la casa de Micaía, los vecinos de Micaía salieron a perseguirlos.
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Estaban gritando cuando los alcanzaron. Entonces los hombres de Dan se dieron vuelta y le dijeron a Micaía:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué has reunido a estos hombres y nos persiguen de esta forma?
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—¿Cómo me preguntan: “¿Qué te pasa?” —contestó Micaía—. ¡Ustedes se han llevado todos los dioses que yo hice y a mi sacerdote, y no me queda nada!