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Entonces llevaron ante los fariseos al hombre que había sido ciego,
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porque era día de descanso cuando Jesús hizo el lodo y lo sanó.
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Los fariseos interrogaron al hombre sobre todo lo que había sucedido y les respondió: «Él puso el lodo sobre mis ojos y, cuando me lavé, ¡pude ver!».
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Algunos de los fariseos decían: «Ese tal Jesús no viene de Dios porque trabaja en el día de descanso». Otros decían: «¿Pero cómo puede un simple pecador hacer semejantes señales milagrosas?». Así que había una profunda diferencia de opiniones entre ellos.
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Luego los fariseos volvieron a interrogar al hombre que había sido ciego:
—¿Qué opinas del hombre que te sanó?
—Creo que debe de ser un profeta —contestó el hombre.
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Aun así los líderes judíos se negaban a creer que el hombre había sido ciego y ahora podía ver, así que llamaron a sus padres.
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—¿Es este su hijo? —les preguntaron—. ¿Es verdad que nació ciego? Si es cierto, ¿cómo es que ahora ve?
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Sus padres contestaron:
—Sabemos que él es nuestro hijo y que nació ciego,
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pero no sabemos cómo es que ahora puede ver ni quién lo sanó. Pregúntenselo a él; ya tiene edad para hablar por sí mismo.
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Los padres dijeron eso por miedo a los líderes judíos, quienes habían anunciado que cualquiera que dijera que Jesús era el Mesías sería expulsado de la sinagoga.
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Por eso dijeron: «Ya tiene edad suficiente, entonces pregúntenle a él».
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Por segunda vez llamaron al hombre que había sido ciego y le dijeron:
—Es Dios quien debería recibir la gloria por lo que ha pasado,
porque sabemos que ese hombre, Jesús, es un pecador.
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—Yo no sé si es un pecador —respondió el hombre—, pero lo que sé es que yo antes era ciego, ¡y ahora puedo ver!
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—¿Pero qué fue lo que hizo? —le preguntaron—. ¿Cómo te sanó?
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—¡Miren! —exclamó el hombre—. Ya les dije una vez. ¿Acaso no me escucharon? ¿Para qué quieren oírlo de nuevo? ¿Ustedes también quieren ser sus discípulos?
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Entonces ellos lo insultaron y dijeron:
—Tú eres su discípulo, ¡pero nosotros somos discípulos de Moisés!
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Sabemos que Dios le habló a Moisés, pero no sabemos ni siquiera de dónde proviene este hombre.
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—¡Qué cosa tan extraña! —respondió el hombre—. A mí me sanó los ojos, ¿y ustedes ni siquiera saben de dónde proviene?
31
Sabemos que Dios no escucha a los pecadores pero está dispuesto a escuchar a los que lo adoran y hacen su voluntad.
32
Desde el principio del mundo, nadie ha podido abrir los ojos de un ciego de nacimiento.
33
Si este hombre no viniera de parte de Dios, no habría podido hacerlo.