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Así que Pablo les dijo al oficial al mando y a los soldados: «Todos ustedes morirán a menos que los marineros se queden a bordo».
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Entonces los soldados cortaron las cuerdas del bote salvavidas y lo dejaron a la deriva.
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Cuando empezó a amanecer, Pablo animó a todos a que comieran. «Ustedes han estado tan preocupados que no han comido nada en dos semanas —les dijo—.
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Por favor, por su propio bien, coman algo ahora. Pues no perderán ni un solo cabello de la cabeza».
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Así que tomó un poco de pan, dio gracias a Dios delante de todos, partió un pedazo y se lo comió.
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Entonces todos se animaron y empezaron a comer,
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los doscientos setenta y seis que estábamos a bordo.
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Después de comer, la tripulación redujo aún más el peso del barco echando al mar la carga de trigo.
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Cuando amaneció, no reconocieron la costa, pero vieron una bahía con una playa y se preguntaban si podrían llegar a la costa haciendo encallar el barco.
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Entonces cortaron las anclas y las dejaron en el mar. Luego soltaron los timones, izaron las velas de proa y se dirigieron a la costa;
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pero chocaron contra un banco de arena y el barco encalló demasiado rápido. La proa del barco se clavó en la arena, mientras que la popa fue golpeada repetidas veces por la fuerza de las olas y comenzó a hacerse pedazos.