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La gran tempestad rugió durante muchos días, ocultó el sol y las estrellas, hasta que al final se perdió toda esperanza.
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Nadie había comido en mucho tiempo. Finalmente, Pablo reunió a la tripulación y le dijo: «Señores, ustedes debieran haberme escuchado al principio y no haber salido de Creta. Así se hubieran evitado todos estos daños y pérdidas.
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¡Pero anímense! Ninguno de ustedes perderá la vida, aunque el barco se hundirá.
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Pues anoche un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien sirvo estuvo a mi lado
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y dijo: “¡Pablo, no temas, porque ciertamente serás juzgado ante el César! Además, Dios, en su bondad, ha concedido protección a todos los que navegan contigo”.
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Así que, ¡anímense! Pues yo le creo a Dios. Sucederá tal como él lo dijo,
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pero seremos náufragos en una isla».
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El naufragio
Como a la medianoche de la decimocuarta noche de la tormenta, mientras los vientos nos empujaban por el mar Adriático,
los marineros presintieron que había tierra cerca.
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Arrojaron una cuerda con una pesa y descubrieron que el agua tenía treinta y siete metros de profundidad. Un poco después, volvieron a medir y vieron que solo había veintisiete metros de profundidad.
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A la velocidad que íbamos, ellos tenían miedo de que pronto fuéramos arrojados contra las rocas que estaban a lo largo de la costa; así que echaron cuatro anclas desde la parte trasera del barco y rezaron que amaneciera.
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Luego los marineros trataron de abandonar el barco; bajaron el bote salvavidas como si estuvieran echando anclas desde la parte delantera del barco.