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Toda la ciudad fue estremecida por estas acusaciones y se desencadenó un gran disturbio. Agarraron a Pablo y lo arrastraron fuera del templo e inmediatamente cerraron las puertas detrás de él.
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Cuando estaban a punto de matarlo, le llegó al comandante del regimiento romano la noticia de que toda Jerusalén estaba alborotada.
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De inmediato el comandante llamó a sus soldados y oficiales
y corrió entre la multitud. Cuando la turba vio que venían el comandante y las tropas, dejaron de golpear a Pablo.
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Luego el comandante lo arrestó y ordenó que lo sujetaran con dos cadenas. Le preguntó a la multitud quién era él y qué había hecho.
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Unos gritaban una cosa, y otros otra. Como no pudo averiguar la verdad entre todo el alboroto y la confusión, ordenó que llevaran a Pablo a la fortaleza.
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Cuando Pablo llegó a las escaleras, la turba se puso tan violenta que los soldados tuvieron que levantarlo sobre sus hombros para protegerlo.
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Y la multitud seguía gritando desde atrás: «¡Mátenlo! ¡Mátenlo!».
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Pablo habla a la multitud
Cuando estaban por llevarlo adentro, Pablo le dijo al comandante:
—¿Puedo hablar con usted?
—¿¡Hablas griego!? —le preguntó el comandante, sorprendido—.
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¿No eres tú el egipcio que encabezó una rebelión hace un tiempo y llevó al desierto a cuatro mil miembros del grupo llamado “Los Asesinos”?
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—No —contestó Pablo—, soy judío y ciudadano de Tarso de Cilicia, que es una ciudad importante. Por favor, permítame hablar con esta gente.
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El comandante estuvo de acuerdo, entonces Pablo se puso de pie en las escaleras e hizo señas para pedir silencio. Pronto un gran silencio envolvió a la multitud, y Pablo se dirigió a la gente en su propia lengua, en arameo.