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En esa ocasión, había judíos devotos de todas las naciones, que vivían en Jerusalén.
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Cuando oyeron el fuerte ruido, todos llegaron corriendo y quedaron desconcertados al escuchar sus propios idiomas hablados por los creyentes.
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Estaban totalmente asombrados. «¿Cómo puede ser? —exclamaban—. Todas estas personas son de Galilea,
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¡y aun así las oímos hablar en nuestra lengua materna!
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Aquí estamos nosotros: partos, medos, elamitas, gente de Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, de la provincia de Asia,
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de Frigia, Panfilia, Egipto y de las áreas de Libia alrededor de Cirene, visitantes de Roma
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(tanto judíos como convertidos al judaísmo), cretenses y árabes. ¡Y todos oímos a esta gente hablar en nuestro propio idioma acerca de las cosas maravillosas que Dios ha hecho!».
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Quedaron allí, maravillados y perplejos. «¿Qué querrá decir esto?», se preguntaban unos a otros.
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Pero otros entre la multitud se burlaban de ellos diciendo: «Solo están borrachos, eso es todo».
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Pedro predica a la multitud
Entonces Pedro dio un paso adelante junto con los otros once apóstoles y gritó a la multitud: «¡Escuchen con atención, todos ustedes, compatriotas judíos y residentes de Jerusalén! No se equivoquen.
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Estas personas no están borrachas, como algunos de ustedes suponen. Las nueve de la mañana es demasiado temprano para emborracharse.