20
—Señor —le dijeron—, ya vinimos a Egipto una vez a comprar alimento;
21
pero cuando íbamos de regreso a nuestra casa, nos detuvimos a pasar la noche y abrimos nuestros costales. Entonces descubrimos que el dinero de cada uno de nosotros —la cantidad exacta que habíamos pagado— ¡estaba en la parte superior de cada costal! Aquí está, lo hemos traído con nosotros.
22
También trajimos más dinero para comprar más alimento. No tenemos idea de quién puso el dinero en nuestros costales.
23
—Tranquilos, no tengan miedo —les dijo el administrador—. El Dios de ustedes, el Dios de su padre, debe de haber puesto ese tesoro en sus costales. Me consta que recibí el pago que hicieron.
Después soltó a Simeón y lo llevó a donde estaban ellos.
24
Luego el administrador acompañó a los hombres hasta el palacio de José. Les dio agua para que se lavaran los pies y alimento para sus burros.
25
Ellos prepararon sus regalos para la llegada de José a mediodía, porque les dijeron que comerían allí.
26
Cuando José volvió a casa, le entregaron los regalos que le habían traído y luego se postraron hasta el suelo delante de él.
27
Después de saludarlos, él les preguntó:
—¿Cómo está su padre, el anciano del que me hablaron? ¿Todavía vive?
28
—Sí —contestaron—. Nuestro padre, siervo de usted, sigue con vida y está bien.
Y volvieron a postrarse.
29
Entonces José miró a su hermano Benjamín, hijo de su misma madre.
—¿Es este su hermano menor del que me hablaron? —preguntó José—. Que Dios te bendiga, hijo mío.
30
Entonces José se apresuró a salir de la habitación porque la emoción de ver a su hermano lo había vencido. Entró en su cuarto privado, donde perdió el control y se echó a llorar.