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Todos nosotros somos hermanos, miembros de la misma familia. ¡Somos hombres honrados, señor! ¡No somos espías!
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—¡Sí, lo son! —insistió José—. Han venido para ver lo vulnerable que se ha hecho nuestra tierra.
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—Señor —dijeron ellos—, en realidad somos doce en total. Nosotros, sus siervos, somos todos hermanos, hijos de un hombre que vive en la tierra de Canaán. Nuestro hermano menor quedó con nuestro padre, y uno de nuestros hermanos ya no está con nosotros.
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Pero José insistió:
—Como dije, ¡ustedes son espías!
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Voy a comprobar su historia de la siguiente manera: ¡Juro por la vida del faraón que ustedes nunca se irán de Egipto a menos que su hermano menor venga hasta aquí!
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Uno de ustedes irá a traer a su hermano. Los demás se quedarán aquí, en la cárcel. Así sabremos si su historia es cierta o no. Por la vida del faraón, si resulta que ustedes no tienen un hermano menor, entonces confirmaré que son espías.
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Entonces José los metió en la cárcel por tres días.
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Al tercer día, José les dijo:
—Yo soy un hombre temeroso de Dios. Si hacen lo que les digo, vivirán.
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Si de verdad son hombres honrados, escojan a uno de sus hermanos para que se quede en la cárcel. Los demás podrán regresar a casa con el grano para sus familias que mueren de hambre.
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Pero deben traerme a su hermano menor. Eso demostrará que dicen la verdad, y no morirán.
Ellos estuvieron de acuerdo.
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Y hablando entre ellos, dijeron: «Es obvio que estamos pagando por lo que le hicimos hace tiempo a José. Vimos su angustia cuando rogaba por su vida, pero no quisimos escucharlo. Por eso ahora tenemos este problema».
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«¿No les dije yo que no pecaran contra el muchacho? —preguntó Rubén—. Pero ustedes no me hicieron caso, ¡y ahora tenemos que responder por su sangre!».
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Obviamente ellos no sabían que José entendía lo que decían, pues él les hablaba mediante un intérprete.
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Entonces José se apartó de ellos y comenzó a llorar. Cuando recuperó la compostura, volvió a hablarles. Entonces escogió a Simeón e hizo que lo ataran a la vista de los demás hermanos.
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Después José ordenó a sus siervos que llenaran de grano los costales de los hombres, pero también les dio instrucciones secretas de que devolvieran el dinero del pago y lo pusieran en la parte superior del costal de cada uno de ellos. Además les dio provisiones para el viaje.
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Así que los hermanos cargaron sus burros con el grano y emprendieron el regreso a casa.
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Cuando se detuvieron a pasar la noche y uno de ellos abrió su costal a fin de sacar grano para su burro, encontró su dinero en la abertura del costal.
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«¡Miren! —exclamó a sus hermanos—. Me devolvieron el dinero. ¡Aquí está en mi costal!». Entonces se les desplomó el corazón y, temblando, se decían unos a otros: «¿Qué nos ha hecho Dios?».
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Cuando los hermanos llegaron a donde estaba su padre Jacob, en la tierra de Canaán, le contaron todo lo que les había sucedido.
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«El hombre que gobierna la nación nos habló con mucha dureza —le dijeron—. Nos acusó de ser espías en su tierra,
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pero nosotros le dijimos: “Somos hombres honrados, no espías.