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—Por favor, escúchame —respondió Labán—. Me he enriquecido, porque
el Señor
me ha bendecido por causa de ti.
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Dime cuánto te debo. Sea lo que fuere, yo te lo pagaré.
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—Tú sabes con cuánto esfuerzo he trabajado para ti —respondió Jacob—, y cómo tus rebaños y tus manadas han aumentado a mi cuidado.
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En verdad tenías muy poco antes de que yo llegara, pero tu riqueza aumentó enormemente. El Señor
te ha bendecido mediante todo lo que he hecho. ¿Pero y yo, qué? ¿Cuándo podré comenzar a mantener a mi propia familia?
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—¿Qué salario quieres que te pague? —volvió a preguntar Labán.
—No me des nada. Haz una sola cosa, y yo seguiré ocupándome de tus rebaños y cuidando de ellos.
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Déjame inspeccionar hoy tus rebaños y separar todas las ovejas y las cabras que estén manchadas o moteadas, junto con todas las ovejas negras. Dame esas a modo de salario.
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En el futuro, cuando revises los animales que me hayas dado como salario, verás que he sido honesto contigo: si encuentras en mi rebaño alguna cabra que no esté manchada o moteada, o alguna oveja que no sea negra, sabrás que te la he robado.
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—De acuerdo —respondió Labán—, será tal como has dicho.
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Ese mismo día, Labán salió y sacó los chivos rayados y moteados, todas las cabras manchadas y moteadas o que tuvieran manchas blancas, y todas las ovejas negras. Puso los animales al cuidado de sus propios hijos,
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quienes se los llevaron a una distancia de tres días de camino del lugar donde estaba Jacob. Mientras tanto, Jacob se quedó y cuidó del resto del rebaño de Labán.
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Luego Jacob tomó algunas ramas verdes de álamo, de almendro y de plátano oriental, y las peló quitándoles tiras de la corteza, de modo que quedaran con rayas blancas.