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—Queremos que Rebeca se quede con nosotros al menos diez días —dijeron su madre y su hermano—, y luego podrá irse.
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Pero él dijo:
—No me retrasen. El Señor
hizo que mi misión tuviera éxito; ahora envíenme, para que pueda regresar a la casa de mi amo.
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—Bien —dijeron ellos—, llamaremos a Rebeca y le preguntaremos qué le parece a ella.
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Entonces llamaron a Rebeca.
—¿Estás dispuesta a irte con este hombre? —le preguntaron.
—Sí —contestó—, iré.
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Entonces se despidieron de Rebeca y la enviaron con el siervo de Abraham y sus hombres. La mujer que había sido niñera de Rebeca la acompañó.
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Cuando Rebeca partía le dieron la siguiente bendición:
«Hermana nuestra, ¡que llegues a ser
la madre de muchos millones!
Que tus descendientes sean fuertes
y conquisten las ciudades de sus enemigos».
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Después Rebeca y sus siervas montaron en los camellos y siguieron al hombre. Así que el siervo de Abraham se llevó a Rebeca y emprendió el viaje.
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Mientras tanto, Isaac, que vivía en el Neguev, había regresado de Beer-lajai-roi.
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Una tarde, mientras caminaba por los campos y meditaba, levantó la vista y vio que se acercaban los camellos.
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Cuando Rebeca levantó la vista y vio a Isaac, se bajó enseguida del camello.
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—¿Quién es ese hombre que viene a nuestro encuentro caminando por los campos? —preguntó al siervo.
Y él contestó:
—Es mi amo.
Entonces Rebeca se cubrió el rostro con el velo,
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y el siervo le contó a Isaac todo lo que había hecho.
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Luego Isaac la llevó a la carpa de Sara, su madre, y Rebeca fue su esposa. Él la amó profundamente, y ella fue para él un consuelo especial después de la muerte de su madre.