4
—¿Qué sucedió? —preguntó David—. Cuéntame lo que pasó en la batalla.
—Todo nuestro ejército huyó de la batalla —le contó—. Murieron muchos hombres. Saúl y su hijo Jonatán también están muertos.
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—¿Cómo sabes que Saúl y Jonatán están muertos? —le insistió David al joven.
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El hombre respondió:
—Sucedió que yo estaba en el monte Gilboa, y allí estaba Saúl apoyado en su lanza mientras se acercaban los enemigos en sus carros de guerra.
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Cuando se dio vuelta y me vio, me gritó que me acercara a él. “¿Qué quiere que haga?”, le pregunté
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y él me contestó: “¿Quién eres?”. Le respondí: “Soy un amalecita”.
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Entonces me suplicó: “Ven aquí y sácame de mi sufrimiento, porque el dolor es terrible y quiero morir”.
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»De modo que lo maté —dijo el amalecita a David—, porque me di cuenta de que no iba a vivir. Luego tomé su corona y su brazalete y se los he traído a usted, mi señor.
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Al escuchar las noticias, David y sus hombres rasgaron sus ropas en señal de dolor.
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Hicieron duelo, lloraron y ayunaron todo el día por Saúl y su hijo Jonatán, también por el ejército del Señor
y por la nación de Israel, porque ese día habían muerto a espada.
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Luego David le dijo al joven que trajo la noticia:
—¿De dónde eres?
—Soy un extranjero —contestó—, un amalecita que vive en su tierra.
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—¿Y cómo no tuviste temor de matar al ungido del Señor
? —le preguntó David.