2
Su hijo Saúl era el hombre más apuesto en Israel; era tan alto que los demás apenas le llegaban a los hombros.
3
Cierto día, los burros de Cis se extraviaron, y él le dijo a Saúl: «Lleva a un siervo contigo y ve a buscar los burros».
4
Así que Saúl tomó a un siervo y anduvo por la zona montañosa de Efraín, por la tierra de Salisa, por el área de Saalim y por toda la tierra de Benjamín, pero no pudieron encontrar los burros por ninguna parte.
5
Finalmente, entraron a la región de Zuf y Saúl le dijo a su siervo:
—Volvamos a casa. ¡Es probable que ahora mi padre esté más preocupado por nosotros que por los burros!
6
Pero el siervo dijo:
—¡Se me ocurre algo! En esta ciudad vive un hombre de Dios. La gente lo tiene en gran estima porque todo lo que dice se cumple. Vayamos a buscarlo; tal vez pueda decirnos por dónde ir.
7
—Pero no tenemos nada que ofrecerle —respondió Saúl—. Hasta nuestra comida se acabó y no tenemos nada para darle.
8
—Bueno —dijo el siervo—, tengo una pequeña pieza de plata.
¡Al menos, se la podemos ofrecer al hombre de Dios y ver qué pasa!
9
(En esos días, si la gente quería recibir un mensaje de Dios, decía: «Vamos a preguntarle al vidente», porque los profetas solían ser llamados «videntes»).
10
—Está bien —aceptó Saúl—, ¡hagamos el intento!
Así que se encaminaron hacia la ciudad donde vivía el hombre de Dios.
11
Al ir subiendo la colina hacia la ciudad, se encontraron con unas jóvenes que salían a sacar agua. Entonces Saúl y su siervo les preguntaron:
—¿Se encuentra por aquí el vidente?
12
—Sí —les contestaron—, sigan por este camino; él está junto a las puertas de la ciudad. Acaba de llegar para participar de un sacrificio público que se realizará arriba, en el lugar de adoración.