4
Cuando Jeroboam oyó al hombre de Dios hablar contra el altar de Betel, el rey lo señaló con el dedo y gritó: «¡Detengan a ese hombre!»; pero al instante, la mano del rey se paralizó en esa posición, y no podía moverla.
5
En ese mismo momento, se produjo una enorme grieta en el altar y las cenizas se desparramaron, tal como el hombre de Dios había predicho en el mensaje que recibió del Señor
.
6
Entonces el rey clamó al hombre de Dios: «¡Te ruego que le pidas al Señor
tu Dios que me restaure la mano!». Así que el hombre de Dios oró al Señor
, y la mano quedó restaurada y el rey pudo moverla otra vez.
7
Después el rey dijo al hombre de Dios:
—Ven al palacio conmigo, come algo y te daré un regalo.
8
Pero el hombre de Dios le dijo al rey:
—Aunque me dieras la mitad de todo lo que posees, no iría contigo. No comería ni bebería nada en este lugar,
9
porque el Señor
me ordenó: “No comas ni bebas nada mientras estés allí y no regreses a Judá por el mismo camino”.
10
Así que salió de Betel y volvió a su casa por otro camino.
11
Sucedió que había un profeta anciano que vivía en Betel y sus hijos
fueron a contarle lo que el hombre de Dios había hecho en Betel ese día. También le contaron a su padre lo que el hombre le había dicho al rey.
12
El profeta anciano les preguntó: «¿Por dónde se fue?». Así que ellos le mostraron a su padre
el camino que el hombre de Dios había tomado.
13
«¡Rápido, ensillen el burro!», les dijo el anciano. Enseguida le ensillaron el burro y se montó.
14
Entonces salió cabalgando en busca del hombre de Dios y lo encontró sentado debajo de un árbol grande. El profeta anciano le preguntó:
—¿Eres tú el hombre de Dios que vino de Judá?
—Sí, soy yo —le contestó.