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Cuando Jesús estaba ya para irse, un hombre llegó corriendo y se postró delante de él.—Maestro bueno —le preguntó—, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?
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—¿Por qué me llamas bueno? —respondió Jesús—. Nadie es bueno sino solo Dios.
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Ya sabes los mandamientos: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no presentes falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre”.
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—Maestro —dijo el hombre—, todo eso lo he cumplido desde que era joven.
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Jesús lo miró con amor y añadió:—Una sola cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme.
22
Al oír esto, el hombre se desanimó y se fue triste porque tenía muchas riquezas.
23
Jesús miró alrededor y les comentó a sus discípulos:—¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios!
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Los discípulos se asombraron de sus palabras.—Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! —repitió Jesús—.
25
Le resulta más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.
26
Los discípulos se asombraron aún más, y decían entre sí: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?»
27
—Para los hombres es imposible —aclaró Jesús, mirándolos fijamente—, pero no para Dios; de hecho, para Dios todo es posible.
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—¿Qué de nosotros, que lo hemos dejado todo y te hemos seguido? —comenzó a reclamarle Pedro.
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—Les aseguro —respondió Jesús— que todo el que por mi causa y la del evangelio haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o terrenos,
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recibirá cien veces más ahora en este tiempo (casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y terrenos, aunque con persecuciones); y en la edad venidera, la vida eterna.
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Pero muchos de los primeros serán últimos, y los últimos, primeros.