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Era ya como la hora sexta , cuando descendieron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena
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al eclipsarse el sol. El velo del templo se rasgó en dos.
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Y Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPIRITU. Y habiendo dicho esto, expiró.
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Cuando el centurión vio lo que había sucedido, glorificaba a Dios, diciendo: Ciertamente, este hombre era inocente.
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Y cuando todas las multitudes que se habían reunido para presenciar este espectáculo, al observar lo que había acontecido, se volvieron golpeándose el pecho.
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Pero todos sus conocidos y las mujeres que le habían acompañado desde Galilea, estaban a cierta distancia viendo estas cosas.
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Y había un hombre llamado José, miembro del concilio, varón bueno y justo
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(el cual no había asentido al plan y al proceder de los demás) que era de Arimatea, ciudad de los judíos, y que esperaba el reino de Dios.
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Este fue a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús,
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y bajándole, le envolvió en un lienzo de lino, y le puso en un sepulcro excavado en la roca donde nadie había sido puesto todavía.
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Era el día de la preparación, y estaba para comenzar el día de reposo.