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»Había un hombre rico que se vestía lujosamente y daba espléndidos banquetes todos los días.
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A la puerta de su casa se tendía un mendigo llamado Lázaro, que estaba cubierto de llagas
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y que hubiera querido llenarse el estómago con lo que caía de la mesa del rico. Hasta los perros se acercaban y le lamían las llagas.
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»Resulta que murió el mendigo, y los ángeles se lo llevaron para que estuviera al lado de Abraham. También murió el rico, y lo sepultaron.
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En el infierno, en medio de sus tormentos, el rico levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él.
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Así que alzó la voz y lo llamó: “Padre Abraham, ten compasión de mí y manda a Lázaro que moje la punta del dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy sufriendo mucho en este fuego”.
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Pero Abraham le contestó: “Hijo, recuerda que durante tu vida te fue muy bien, mientras que a Lázaro le fue muy mal; pero ahora a él le toca recibir consuelo aquí, y a ti, sufrir terriblemente.
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Además de eso, hay un gran abismo entre nosotros y ustedes, de modo que los que quieren pasar de aquí para allá no pueden, ni tampoco pueden los de allá para acá”.
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»Él respondió: “Entonces te ruego, padre, que mandes a Lázaro a la casa de mi padre,
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para que advierta a mis cinco hermanos y no vengan ellos también a este lugar de tormento”.
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Pero Abraham le contestó: “Ya tienen a Moisés y a los profetas; ¡que les hagan caso a ellos!”
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“No les harán caso, padre Abraham —replicó el rico—; en cambio, si se les presentara uno de entre los muertos, entonces sí se arrepentirían”.
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Abraham le dijo: “Si no les hacen caso a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque alguien se levante de entre los muertos”».