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Así que tomó un poco de pan, dio gracias a Dios delante de todos, partió un pedazo y se lo comió.
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Entonces todos se animaron y empezaron a comer,
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los doscientos setenta y seis que estábamos a bordo.
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Después de comer, la tripulación redujo aún más el peso del barco echando al mar la carga de trigo.
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Cuando amaneció, no reconocieron la costa, pero vieron una bahía con una playa y se preguntaban si podrían llegar a la costa haciendo encallar el barco.
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Entonces cortaron las anclas y las dejaron en el mar. Luego soltaron los timones, izaron las velas de proa y se dirigieron a la costa;
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pero chocaron contra un banco de arena y el barco encalló demasiado rápido. La proa del barco se clavó en la arena, mientras que la popa fue golpeada repetidas veces por la fuerza de las olas y comenzó a hacerse pedazos.
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Los soldados querían matar a los prisioneros para asegurarse de que no nadaran hasta la costa y escaparan;
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pero el oficial al mando quería salvar a Pablo, así que no los dejó llevar a cabo su plan. Luego les ordenó a todos los que sabían nadar que saltaran por la borda primero y se dirigieran a tierra firme.
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Los demás se sujetaron a tablas o a restos del barco destruido.
Así que todos escaparon a salvo hasta la costa.