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Y deteniéndonos allí varios días, descendió de Judea cierto profeta llamado Agabo,
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quien vino a vernos, y tomando el cinto de Pablo, se ató las manos y los pies, y dijo: Así dice el Espíritu Santo: "Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este cinto, y lo entregarán en manos de los gentiles."
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Al escuchar esto, tanto nosotros como los que vivían allí le rogábamos que no subiera a Jerusalén.
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Entonces Pablo respondió: ¿Qué hacéis, llorando y quebrantándome el corazón? Porque listo estoy no sólo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús.
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Como no se dejaba persuadir, nos callamos, diciéndonos: Que se haga la voluntad del Señor.
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Después de estos días nos preparamos y comenzamos a subir hacia Jerusalén.
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Y nos acompañaron también algunos de los discípulos de Cesarea, quienes nos condujeron a Mnasón, de Chipre, un antiguo discípulo con quien deberíamos hospedarnos.
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Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con regocijo.
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Y al día siguiente Pablo fue con nosotros a ver a Jacobo , y todos los ancianos estaban presentes.
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Y después de saludarlos, comenzó a referirles una por una las cosas que Dios había hecho entre los gentiles mediante su ministerio.
20
Y ellos, cuando lo oyeron, glorificaban a Dios y le dijeron: Hermano, ya ves cuántos miles hay entre los judíos que han creído, y todos son celosos de la ley;