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El 23 de abril,
mientras estaba de pie en la ribera del gran río Tigris,
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levanté los ojos y vi a un hombre vestido con ropas de lino y un cinto de oro puro alrededor de la cintura.
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Su cuerpo tenía el aspecto de una piedra preciosa. Su cara destellaba como un rayo y sus ojos ardían como antorchas. Sus brazos y sus pies brillaban como el bronce pulido y su voz era como el bramido de una enorme multitud.
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Sólo yo, Daniel, vi esta visión. Los hombres que estaban conmigo no vieron nada, pero de pronto tuvieron mucho miedo y corrieron a esconderse.
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De modo que quedé allí solo para contemplar tan sorprendente visión. Las fuerzas me abandonaron, mi rostro se volvió mortalmente pálido y me sentí muy débil.
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Entonces oí que el hombre hablaba y cuando oí el sonido de su voz, me desmayé y quedé tendido, con el rostro contra el suelo.
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En ese momento, una mano me tocó y, aún temblando, me levantó y me puso sobre las manos y las rodillas.
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Entonces el hombre me dijo: «Daniel, eres muy precioso para Dios, así que presta mucha atención a lo que tengo que decirte. Ponte de pie, porque me enviaron a ti». Cuando me dijo esto, me levanté, todavía temblando.
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Entonces dijo: «No tengas miedo, Daniel. Desde el primer día que comenzaste a orar para recibir entendimiento y a humillarte delante de tu Dios, tu petición fue escuchada en el cielo. He venido en respuesta a tu oración;
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pero durante veintiún días el espíritu príncipe
del reino de Persia me impidió el paso. Entonces vino a ayudarme Miguel, uno de los arcángeles,
y lo dejé allí con el espíritu príncipe del reino de Persia.
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Ahora estoy aquí para explicar lo que le sucederá en el futuro a tu pueblo, porque esta visión se trata de un tiempo aún por venir».