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sobre todo porque usted está bien informado de todas las tradiciones y controversias de los judíos. Por eso le ruego que me escuche con paciencia.
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»Todos los judíos saben cómo he vivido desde que era niño, desde mi edad temprana entre mi gente y también en Jerusalén.
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Ellos me conocen desde hace mucho tiempo y pueden atestiguar, si quieren, que viví como fariseo, de acuerdo con la secta más estricta de nuestra religión.
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Y ahora me juzgan por la esperanza que tengo en la promesa que Dios hizo a nuestros antepasados.
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Esta es la promesa que nuestras doce tribus esperan alcanzar rindiendo culto a Dios con diligencia día y noche. Es por esta esperanza, oh rey, por lo que me acusan los judíos.
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¿Por qué les parece a ustedes increíble que Dios resucite a los muertos?
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»Pues bien, yo mismo estaba convencido de que debía hacer todo lo posible por combatir el nombre de Jesús de Nazaret.
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Eso es precisamente lo que hice en Jerusalén. Con la autoridad de los jefes de los sacerdotes metí en la cárcel a muchos de los santos, y cuando los mataban, yo manifestaba mi aprobación.
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Muchas veces anduve de sinagoga en sinagoga castigándolos para obligarlos a blasfemar. Mi obsesión contra ellos me llevaba al extremo de perseguirlos incluso en ciudades del extranjero.
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»En uno de esos viajes iba yo hacia Damasco con la autoridad y la comisión de los jefes de los sacerdotes.
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A eso del mediodía, oh rey, mientras iba por el camino, vi una luz del cielo, más refulgente que el sol, que con su resplandor nos envolvió a mí y a mis acompañantes.
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Todos caímos al suelo, y yo oí una voz que me decía en arameo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Qué sacas con darte cabezazos contra la pared?”
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Entonces pregunté: “¿Quién eres, Señor?” “Yo soy Jesús, a quien tú persigues —me contestó el Señor—.
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Ahora, ponte en pie y escúchame. Me he aparecido a ti con el fin de designarte siervo y testigo de lo que has visto de mí y de lo que te voy a revelar.
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Te libraré de tu propio pueblo y de los gentiles. Te envío a estos
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para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, a fin de que, por la fe en mí, reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados”.
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»Así que, rey Agripa, no fui desobediente a esa visión celestial.
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Al contrario, comenzando con los que estaban en Damasco, siguiendo con los que estaban en Jerusalén y en toda Judea, y luego con los gentiles, a todos les prediqué que se arrepintieran y se convirtieran a Dios, y que demostraran su arrepentimiento con sus buenas obras.
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Solo por eso los judíos me prendieron en el templo y trataron de matarme.
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Pero Dios me ha ayudado hasta hoy, y así me mantengo firme, testificando a grandes y pequeños. No he dicho sino lo que los profetas y Moisés ya dijeron que sucedería:
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que el Cristo padecería y que, siendo el primero en resucitar, proclamaría la luz a su propio pueblo y a los gentiles.
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Al llegar Pablo a este punto de su defensa, Festo interrumpió.—¡Estás loco, Pablo! —le gritó—. El mucho estudio te ha hecho perder la cabeza.
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—No estoy loco, excelentísimo Festo —contestó Pablo—. Lo que digo es cierto y sensato.
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El rey está familiarizado con estas cosas, y por eso hablo ante él con tanto atrevimiento. Estoy convencido de que nada de esto ignora, porque no sucedió en un rincón.
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Rey Agripa, ¿cree usted en los profetas? ¡A mí me consta que sí!
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—Un poco más y me convences a hacerme cristiano —le dijo Agripa.
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—Sea por poco o por mucho —le replicó Pablo—, le pido a Dios que no solo usted, sino también todos los que me están escuchando hoy, lleguen a ser como yo, aunque sin estas cadenas.
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Se levantó el rey, y también el gobernador, Berenice y los que estaban sentados con ellos.
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Al retirarse, decían entre sí:—Este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte ni la cárcel.
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Y Agripa le dijo a Festo:—Se podría poner en libertad a este hombre si no hubiera apelado al emperador.