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Tiempo después, dos prostitutas fueron a presentarse ante el rey.
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Una de ellas le dijo:—Su Majestad, esta mujer y yo vivimos en la misma casa. Mientras ella estaba allí conmigo, yo di a luz,
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y a los tres días también ella dio a luz. No había en la casa nadie más que nosotras dos.
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Pues bien, una noche esta mujer se acostó encima de su hijo, y el niño murió.
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Pero ella se levantó a medianoche, mientras yo dormía, y tomando a mi hijo, lo acostó junto a ella y puso a su hijo muerto a mi lado.
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Cuando amaneció, me levanté para amamantar a mi hijo, ¡y me di cuenta de que estaba muerto! Pero al clarear el día, lo observé bien y pude ver que no era el hijo que yo había dado a luz.
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—¡No es cierto! —exclamó la otra mujer—. ¡El niño que está vivo es el mío, y el muerto es el tuyo!—¡Mientes! —insistió la primera—. El niño muerto es el tuyo, y el que está vivo es el mío.Y se pusieron a discutir delante del rey.
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El rey deliberó: «Una dice: “El niño que está vivo es el mío, y el muerto es el tuyo”. Y la otra dice: “¡No es cierto! El niño muerto es el tuyo, y el que está vivo es el mío”».
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Entonces ordenó:—Tráiganme una espada.Cuando se la trajeron,
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dijo:—Partan en dos al niño que está vivo, y denle una mitad a esta y la otra mitad a aquella.
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La verdadera madre, angustiada por su hijo, le dijo al rey:—¡Por favor, Su Majestad! ¡Déle usted a ella el niño que está vivo, pero no lo mate!En cambio, la otra exclamó:—¡Ni para mí ni para ti! ¡Que lo partan!
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Entonces el rey ordenó:—No lo maten. Entréguenle a la primera el niño que está vivo, pues ella es la madre.
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Cuando todos los israelitas se enteraron de la sentencia que el rey había pronunciado, sintieron un gran respeto por él, pues vieron que tenía sabiduría de Dios para administrar justicia.