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Y había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Ella era de edad muy avanzada, y había vivido con su marido siete años después de su matrimonio,
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y después de viuda, hasta los ochenta y cuatro años. Nunca se alejaba del templo, sirviendo noche y día con ayunos y oraciones.
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Y llegando ella en ese preciso momento, daba gracias a Dios, y hablaba de El a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
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Habiendo ellos cumplido con todo conforme a la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
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Y el niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre El.
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Sus padres acostumbraban ir a Jerusalén todos los años a la fiesta de la Pascua.
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Y cuando cumplió doce años, subieron allá conforme a la costumbre de la fiesta;
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y al regresar ellos, después de haber pasado todos los días de la fiesta, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo supieran sus padres,
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y suponiendo que iba en la caravana, anduvieron camino de un día, y comenzaron a buscarle entre los familiares y conocidos.
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Al no hallarle, volvieron a Jerusalén buscándole.
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Y aconteció que después de tres días le hallaron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas.
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Y todos los que le oían estaban asombrados de su entendimiento y de sus respuestas.
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Cuando sus padres le vieron, se quedaron maravillados; y su madre le dijo: Hijo, ¿por qué nos has tratado de esta manera? Mira, tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia.