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Pasaron por la región de Frigia y Galacia, habiendo sido impedidos por el Espíritu Santo de hablar la palabra en Asia,
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y cuando llegaron a Misia, intentaron ir a Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo permitió.
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Y pasando por Misia, descendieron a Troas.
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Por la noche se le mostró a Pablo una visión: un hombre de Macedonia estaba de pie, suplicándole y diciendo: Pasa a Macedonia y ayúdanos.
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Cuando tuvo la visión, enseguida procuramos ir a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para anunciarles el evangelio.
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Así que, zarpando de Troas, navegamos con rumbo directo a Samotracia, y al día siguiente a Neápolis,
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y de allí a Filipos, que es una ciudad principal de la provincia de Macedonia, una colonia romana; en esta ciudad nos quedamos por varios días.
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Y en el día de reposo salimos fuera de la puerta, a la orilla de un río, donde pensábamos que habría un lugar de oración; nos sentamos y comenzamos a hablar a las mujeres que se habían reunido.
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Y estaba escuchando cierta mujer llamada Lidia, de la ciudad de Tiatira, vendedora de telas de púrpura, que adoraba a Dios; y el Señor abrió su corazón para que recibiera lo que Pablo decía.
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Cuando ella y su familia se bautizaron, nos rogó, diciendo: Si juzgáis que soy fiel al Señor, venid a mi casa y quedaos en ella. Y nos persuadió a ir.
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Y sucedió que mientras íbamos al lugar de oración, nos salió al encuentro una muchacha esclava que tenía espíritu de adivinación, la cual daba grandes ganancias a sus amos, adivinando.
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Esta, siguiendo a Pablo y a nosotros, gritaba diciendo: Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os proclaman el camino de salvación.
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Y esto lo hacía por muchos días; mas desagradando esto a Pablo, se volvió y dijo al espíritu: ¡Te ordeno, en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella! Y salió en aquel mismo momento.
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Pero cuando sus amos vieron que se les había ido la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas, y los arrastraron hasta la plaza, ante las autoridades;
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y después de haberlos presentado a los magistrados superiores, dijeron: Estos hombres, siendo judíos, alborotan nuestra ciudad,
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y proclaman costumbres que no nos es lícito aceptar ni observar, puesto que somos romanos.
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La multitud se levantó a una contra ellos, y los magistrados superiores, rasgándoles sus ropas, ordenaron que los azotaran con varas.
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Y después de darles muchos azotes, los echaron en la cárcel, ordenando al carcelero que los guardara con seguridad;
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el cual, habiendo recibido esa orden, los echó en el calabozo interior y les aseguró los pies en el cepo.
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Como a medianoche, Pablo y Silas oraban y cantaban himnos a Dios, y los presos los escuchaban.
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De repente se produjo un gran terremoto, de tal manera que los cimientos de la cárcel fueron sacudidos; al instante se abrieron todas las puertas y las cadenas de todos se soltaron.
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Al despertar el carcelero y ver abiertas todas las puertas de la cárcel, sacó su espada y se iba a matar, creyendo que los prisioneros se habían escapado.
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Mas Pablo clamó a gran voz, diciendo: No te hagas ningún mal, pues todos estamos aquí.
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Entonces él pidió luz y se precipitó adentro, y temblando, se postró ante Pablo y Silas,
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y después de sacarlos, dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?
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Ellos respondieron: Cree en el Señor Jesús, y serás salvo, tú y toda tu casa.
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Y le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa.
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Y él los tomó en aquella misma hora de la noche, y les lavó las heridas; enseguida fue bautizado, él y todos los suyos.
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Llevándolos a su hogar, les dio de comer, y se regocijó grandemente por haber creído en Dios con todos los suyos.
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Cuando se hizo de día, los magistrados superiores enviaron a sus oficiales, diciendo: Suelta a esos hombres.
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El carcelero comunicó a Pablo estas palabras, diciendo: Los magistrados superiores han dado orden de que se os suelte. Así que, salid ahora e id en paz.